Interiorizar el agradecimiento y la disculpa1 en la propia vida, pero no como una práctica, no como un favor, no como un gesto de cordialidad y diplomacia, sino como una actitud. Agradecer y disculparse como dos caras de una misma mirada elegida: la del reconocimiento.
Reconocer al otro como una persona entera, con su propia historia, anhelos, problemas e intenciones; reconocerse a uno mismo como persona entera también, y por tanto falible y capaz de hacer daño (aun de forma indeseada, inintencionada o accidental); reconocer nuestra interdependencia común y co-participación de los otros en nuestras vidas (nada de lo que tengo es solo mío, nada de lo que he logrado es solo fruto de mi mérito o esfuerzo).
Reconocimiento, y por tanto no sumisión: agradecer no disminuye el reconocimiento de mi participación, disculparme no me señala como origen de todos los males. No me rebajo con ninguna de las dos, solo digo: me/te/nos miro y me/te/nos reconozco.
Me disculpo: quiero reconocer mi participación y responsabilidad sobre la parte que me corresponde de los daños producidos, así como reconocer las consecuencias de este daño, su impacto en ti y lo que pueda suponer; desde este reconocimiento, desearía reparar lo ocurrido en la medida de lo posible y, si es apropiado con respecto a la gravedad de lo ocurrido, reconstruir nuestro vínculo y continuar, sin olvidar lo que ha pasado, sino integrándolo y aprendiendo de ello.
Te agradezco: quiero reconocer este bien que me has brindado, incluso aunque creas que no es gran cosa, que no es meritoria o que ni siquiera lo has hecho con una intención explícita, y tampoco tiene que ser fruto de un sacrificio para ser un bien valioso para mí; quiero que sepas que ese bien me enriquece y deseo que este reconocimiento te enriquezca y enorgullezca a ti, y que en este gesto se forje una unión de reciprocidad entre nosotros, aunque sea efímera y basada no más que en una fugaz simpatía.
A veces la disculpa y el agradecimiento no tienen destinatario, porque ya no se tiene relación con ellos, porque nunca se tuvo relación con ellos, o porque son demasiado abstractos. Me disculpo mentalmente con la anciana a la que no vi en el tren y no le cedí el asiento el otro día, agradezco a seres humanos del pasado y del presente que han luchado porque personas como yo puedan disfrutar de ciertos derechos. No puedo dirigirme a ellos, pero puedo reconocerlos, y hacer eso ya me cambia: crezco, mi mirada se afina, estoy más lista para actuar como considero apropiado en la próxima ocasión.
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Disculpa, que no perdón. No me gusta la noción de “perdón” (lo que no significa que no me parezcan importantes las disculpas: sí me lo parecen) porque la “redención” (si es que podemos hablar de una) no es algo que debiera generosamente darte la persona a la que has dañado, sino algo que deberías simplemente ganarte tú mismo. La reparación de la víctima y la redención del agresor no deberían estar obligados a ir de la mano: un agresor puede redimirse reconociendo el daño causado, cambiando sustancialmente su conducta y proporcionando reparaciones, y aun así su víctima tendría que tener el derecho a no participar en absoluto de ese proceso y poner toda la distancia necesaria para sanar y rehacer su vida. El agresor que pone en el foco la obtención del perdón de su víctima está desplazando la responsabilidad y priorizando su propia (auto)imagen. Parte de su hacerse cargo del daño cometido pasa por asumir que su víctima no tiene por qué perdonarle o rehacer un vínculo con él. ↩