Le decía a mi mejor amiga hace unos días que estoy cansada de tener que “ser inteligente” para poder hacer valer entre los hombres de mi entorno (hombres concienciados, aliados del feminismo, personas sensibles a las que quiero y respeto, que mejoran y enriquecen mi vida, pero que no por ello quedan automáticamente libres de la socialización masculina) mis demandas, mis necesidades, mi perspectiva de la relación y de sus problemas.
Hay toda una serie de mecanismos –la delegación de las actividades de mantenimiento de las bases sentimentales y comunicativas del vínculo, el ensimismamiento, la intelectualización, la presunción, etc.– que tienen interiorizados (no por un “mal esencial” o “pecado original”, son asunciones que se inculcan a las personas en posición de privilegio en general respecto a sus “subalternos”) y que se ponen entre medias de la intimidad sentimental y de la comunicación, que se manifiestan en formas de invalidación, de imposición de su punto de vista, de priorización de sus malestares (o de cómo les afecta a ellos algo) sobre los tuyos, de fiscalización del tono, etc. Y es doloroso, porque sabes que son hombres que te quieren, que te aman, que te respetan, hombres a los que no quieres dañar, acusar ni menos aún expulsar de tu vida. Y para lograrlo sin verte achantada en el proceso, tienes que ser “inteligente”, aprender a reconocer estos mecanismos que están tan normalizados, a detectarlos y a encontrar el modo de señalárselos al otro (que, por otra parte, tiene que estar dispuesto a escuchar y entender, pero, aun así, en situaciones de conflicto se erige una barrera que tú tienes que lograr romper al menos al principio), de forma “didáctica” y clara, que no le haga sentirse atacado u ofendido. Todo ello a la vez que estás manejando tus propias emociones, necesidades y dolores, que eran lo que en primer lugar estabas intentando poner sobre la mesa.
Con esto, no me hago la víctima ni deseo demonizar a los hombres por el hecho de serlo. A veces la pesadumbre que siento viene precisamente de empatizar y reconocer que no es en absoluto fácil tampoco ser hombre en esta sociedad. Como decía bell hooks, el primer acto de violencia que se demanda a los chicos en el patriarcado es contra sí mismos, y, en mi opinión, la masculinidad se configura a través de toda una serie de traumas y amputaciones que no son para nada inocuos ni fáciles de superar... Pero la feminidad también se inculca a base de traumas y amputaciones y de alguna manera hemos tenido que auto-organizarnos (colectivamente) para afrontarlos y superarlos, mientras que todavía tenemos que estar oyendo discursos que se lamentan porque el feminismo no atiende a los malestares de género masculinos. ¿Y qué hacen los hombres que dicen eso por atender a los malestares de género femeninos? Mientras tanto, tantas de nosotras seguimos relacionándonos con hombres y amándolos, los intentamos acercar al feminismo y ofrecerles la liberación que puede suponer también para ellos (al fin y al cabo, los estereotipos de género de la masculinidad solo sirven para someter al hombre medio a las necesidades del Estado –una masa de hombres militarizable– y al capital –una masa de hombres orientados fundamentalmente a producir–). Solo pedimos a cambio que se responsabilicen de su parte, y aun así entendemos (al menos, en mi opinión, la mayoría de nosotras) que es un camino que requiere tiempo y salvar muchos obstáculos.
Pero es cansado. Paradójicamente, nos vemos de nuevo en esta posición de tener que ser las educadoras, enfermeras, psicólogas, etc., que tienen que sostener y salvar a la especie humana, a la vez que tenemos que defender que también podemos ser y somos teóricas, dirigentes y referentes intelectuales y ético-políticos en general. Todo ello sin elevar demasiado el tono ni perder nunca la empatía, el cuidado, la atención a los matices y el control de nuestra conducta, aspecto y expresión para no despertar la agresividad (no necesariamente solo física, aunque por desgracia también) de nuestro interlocutor. Es cansado también porque sé que no puedo permitirme otra cosa ni quiero: no deseo renunciar a la sociedad, a los hombres en general ni menos aún a los hombres a los que quiero y que me importan en particular.
Busco el modo de relativizarlo, de no caer en verme solo como víctima, aunque cada vez que a una de las mujeres de mi entorno les pasan estas cosas me hace sufrir y enciende mi ira y mi tristeza como si me ocurriera a mí. Intento hacer convivir todas estas emociones y realidades sin negar ninguna: ni hacer prevalecer solo el cansancio, ni solo la empatía y la consideración. Lo primero me haría darles la espalda a los hombres, considerándolos como enemigos inherentes, y eso sería a la vez injusto y doloroso, pues supondría renunciar al 50% de la humanidad y, concretamente, a personas que tienen una importancia inmensurable en mi vida, lo cual no me resulta ni concebible. Lo segundo me haría darle la espalda a cómo me afectan las cosas, a mi experiencia y la de tantas mujeres, a las dificultades, a los problemas específicos que vivo/vivimos... sería hacerme yo misma la luz de gas que nos hace el patriarcado: creerme culpable en última instancia de todo malestar que se pueda presentar en mis relaciones con hombres, este tópico por el cual, de alguna manera, acabamos siendo responsabilizadas/culpabilizadas de cualquier falta, negligencia o, en general, cagada de los hombres de nuestro alrededor (o del malestar que nos puedan provocar).
No quiero ninguna de las cosas, ninguna de las dos me parece emancipadora ni deseable y ambas suponen agredir o enterrar una parte de mí. Así pues, a veces amo a los hombres que amo bajo una fórmula que podría resultar extraña o paradójica: “Le amo, con cansancio y cariño, a veces con pesadumbre, pero con esperanzas fundadas que están siempre bajo revisión”.
Ese último matiz es importante, porque cuántas veces nos hemos quedado atrapadas en la esperanza ilusoria de que “cambiará”, una esperanza a la que nos aferramos incluso mientras se nos destroza la salud en el proceso, pues hasta nuestro cuerpo a veces nos parece temporalmente sacrificable a esta esperanza de un bien futuro superior. A cuántas amigas hemos visto destrozarse, convencidas de que el destrozo era asumible y debía ser asumido porque él merecía compasión y paciencia...
Y la revisión no la hago sola, que el poder de autoengaño y autosabotaje que acabo de describir es tremendo. Lo hago con mis amigas, que no son mujeres cualquiera, ya que las mujeres no tienen buen criterio por el hecho de ser mujeres, sino que, como todas las personas, a veces tienen opiniones de mierda y contribuyen al maltrato que ejercen los hombres, activamente o por omisión (y esto, por desgracia, muchas lo hemos padecido o visto padecer también...). Lo hago con amigas que piensan en mi bienestar, pero que tampoco son complacientes conmigo, porque saben que querer mi bien supone también cuestionarme cuando es pertinente. Amigas con ojo crítico y a la vez con la prudencia de no decirme las cosas de cualquier manera. Amigas que entienden que hay cosas más importantes que defender a toda costa la permanencia y mantenimiento de una relación de pareja o de amistad, que hay límites y cosas intolerables. Amigas que son capaces de, o buscan como yo, ser críticas con los hombres a la vez que compasivas, que aprecian a los hombres buenos y no me recomiendan cínica o despreocupadamente que simplemente los abandone y me desresponsabilice, que entienden que no todo vale para nosotras tampoco.
Y también con amigos. Amigos que son sensibles e inteligentes, autocríticos y abiertos, que aspiran a un mundo mejor que pasa por ser mejores ellos mismos. Amigos que me conceden autoridad pero que tampoco son complacientes, que no idealizan mi criterio ni lo asumen acríticamente, pues eso es también una forma de condescendencia, deshumanización y desresponsabilización. O que intentan todo esto, porque tienen contradicciones, límites y puntos ciegos, igual que nosotras. Aunque a veces, cuando el conflicto va con ellos, la intimidad y la comunicación se enfrente a los retos que he descrito, y de pronto tantas cosas que son capaces de identificar cuando las hacen otros hombres no logren espontáneamente y en primera instancia ponerlas como reguladores de su propia forma de actuar. Porque tengo esperanzas fundadas de que, desde la calma, podrán entenderlo y, con el tiempo, serán más autoconscientes. Porque son hombres a los que cuando les he dicho que a veces los amo con cansancio, lo han entendido, lo han asumido e intentan hacerse cargo de ello. Y eso es lo que permite que no sea paradójico, extraño o autodestructivo amarlos así.
Antes que mujer soy humana, con mis propios defectos, limitaciones, contradicciones y puntos ciegos. No estoy en ninguna posición de superioridad, nada me libra de la posibilidad de cagarla, de ser injusta con alguien, de pasarme tres pueblos, de nublarme y ensimismarme, de no dar la talla en alguna ocasión. Y espero que cuando esa ocasión se dé, los hombres y las mujeres a los que amo puedan amarme aun con cansancio, porque puedan hacerse esperanzas fundadas y sentirse autorizados a llamarme la atención sin abandonar su compasión por mí.