Desde hace un tiempo vengo pensando en cómo hay cierta similitud entre el discurso de formación de una nueva familia1 y el de ascenso social.
Provienes de clase humilde, trabajadora, y todo el mundo a tu alrededor permanece más o menos en ese contexto. Pero te venden que gracias a la meritocracia, tú puedes prosperar, porque eres especial, no eres como los demás, si los demás “fracasaron” es por mediocridad o mala suerte, porque ellos no estaban destinados como tú.
Con la familia, similar. La mayoría de gente que conozco sufre o ha sufrido por sus contextos familiares, en el “mejor de los casos” han tenido padres que expresaban una fuerte resignación, sin amistades de calidad, sin aficiones, con matrimonios quemados sustentados en la costumbre más que en un amor cultivado y sostenido...
Y, sin embargo, veo a tantas personas repetir, consciente o inconscientemente, ese patrón, especialmente en el pasaje clave entre los 20 y los 30 años. Se forman relaciones de pareja, se les da un papel vertebrador de la propia vida, y para cuando uno quiere darse cuenta, lleva una vida de “casado”, sus amistades se han debilitado (cada uno ha ido haciendo a su vez este proceso) y el día a día le pesa cada vez más, demandando conformismo y resignación amenazando con la alternativa de perder la cordura.
La familia no es el último bastión de defensa contra el individualismo y la soledad en esta sociedad. Más bien, por el contrario, forma parte del problema: estamos tan solos porque el único vínculo duradero, sólido y confiable que sabemos imaginar (o que se nos ofrece) es el de la familia, que no se basa en la responsabilidad libremente escogida y en el cuidado mutuo respetuoso, sino en la obligación y en la convención.
Los vínculos cimentados en estos últimos valores no pueden salvarnos de los sentimientos de soledad y alienación. Al contrario, son el hervidero de violencias y sufrimiento que todos hemos padecido en nuestras familias de origen, en mayor o menor medida.
No obstante, es el único vínculo “serio” que el entorno y las instituciones reconocerán. Ante la desgarradora hostilidad del mundo en que vivimos, es comprensiblemente atractiva la idea de construir nuestro hogar bajo el signo de la familia, un hogar-fortaleza resistente a los embates del exterior... Pero la línea entre la fortaleza y la prisión es delgada.
Es cierto, sí, podemos hacerlo mejor que nuestros padres. Pero quizá ellos cuando se conocieron también estaban enamorados, lo tenían claro, todo parecía que iría bien, se sentían convencidos de llevar esta vida. El problema no es solo individual (“ellos no escogieron bien a su pareja, pero yo sí”/“su amor no era verdadero y bueno, el nuestro sí”), es estructural.
Por bueno que sea el amor de partida, el encapsulamiento familiar (la reducción de la vida social a la pareja, la dependencia material e institucional fuerte, etc.) entraña peligros inherentes y, precisamente, “contamina” toda buena intención inicial. Y, ya se sabe: todo lo que no teoricemos (reflexionemos conscientemente) de forma alternativa, disponiéndonos a una práctica diferente, tenderá a recaer inconscientemente sobre los cauces de la normalidad imperante.
Tampoco se puede ser idealistas en esto, por supuesto. No podemos vivir de forma absolutamente ajena a los marcos de la normalidad imperante. En el día a día mediamos y negociamos con ellos, inevitablemente. No podemos conformar una burbuja ajena al mundo (y de hecho critico precisamente estas pretensiones), pero sí podemos (y sería deseable que lo hiciéramos) mantener siempre un ojo crítico, especialmente ante cualquier cosa que se nos presente como una solución fácil.
La soledad que nuestra sociedad nos hace sentir no tiene su solución en una regresión a formas de arraigo tradicionales (la familia, el pueblo, etc.). La memoria es corta, pero nuestras antepasadas y nuestras contemporáneas han tenido y tienen que luchar mucho contra las fuerzas de dominación y coerción que limitan y dañan las vidas de las personas en esos contextos.
Y creo que tampoco podemos colocar la solución en un ideal de amistad no reflexionado. Esto es habitual: oponer al constructo social de la pareja, con sus convenciones y problemáticas, el ideal de amistad... Pero es que la amistad, tal y como hoy la entendemos, también es un constructo social y también se compone de convenciones y tiene aspectos problemáticos que convendría revisar si queremos poner en ella la base para vínculos sólidos, duraderos, confiables y satisfactorios. Por ejemplo, la idea de que las amistades no es necesario cuidarlas de forma sostenida en el tiempo, que son incondicionales y no deben juzgarnos, que no es posible sostenerlas con una involucración física/sexual, que en ellas no cabe la pasión o el afecto intenso e íntimo...
En síntesis: la solución no nos es dada, tenemos que dárnosla nosotros, hacérnosla, colectiva y reflexivamente.
Sobre el tema de la familia y sus implicaciones en la reproducción de la sociedad en la que vivimos, la intervención del Estado para normativizar la familia, el «privilegio simbólico» de conformarse a la normalidad y otros asuntos interesantes relacionados, me compartió recientemente un amigo un breve artículo de Pierre Bourdieu, titulado 'El espíritu de la familia'. Lo podéis leer aquí. Maneja la jerga sociológica/antropológica, pero creo que se deja leer.
-
Entendida en su forma “tradicional” o hegemónica: pareja casada, que convive, tiene hijos y su vida gira alrededor de la vida matrimonial/familiar y la crianza. ↩