🌸Raquel de Abril🌸 (@janadelbosco)

La (in)transparencia del mundo

El mundo no nos es transparente y sin embargo se nos presenta en todo momento como si lo fuera. Compruébalo así:

Abre los ojos. ¿Percibes algún hueco en tu campo visual, algún agujero? Probablemente no. El mundo parece abrirse y desplegarse ante ti, inundando tus ojos con una visión clara. Sin embargo, ¿lo que ves es realmente lo que hay? Unos objetos se tapan a otros, los juegos de luces y sombras te iluminan y ocultan matices y todo lo que ves lo percibes como tridimensional, si bien en sentido estricto solo estás viendo una de sus caras. El árbol que ves es para ti un árbol, no un determinado-plano-de-un-árbol.

Ahora cierra los ojos. Trae a tu mente la imagen de la última persona a la que te han presentado. ¿Tiene esa imagen huecos? Probablemente no. Y, si embargo, ¿serías capaz de decir su exacto color de ojos o qué aspecto tenía el borde del cuello de su prenda? En caso negativo, ¿verdad que la imagen que evocas de todos modos no contiene un agujero en los ojos o en el cuello? Ante ti se presenta no la fotografía de una persona con detalles tachados, sino un "aura" de persona que se siente como la evocación de la persona en su completitud, no de trozos de ella. No es ni siquiera una reconstrucción fantasiosa con elementos reales y otros "autocompletados" por la imaginación, puesto que cuando evocaste a la persona que te pedí que evocaras lo más seguro es que ni siquiera te molestaste en diseñarle un borde del cuello y no te preocupaste por "confeccionarle" uno hasta que te pedí que evocaras ese detalle en particular.

El mundo, pues, se nos presenta ordinariamente siempre desbordado: sin bordes ni lagunas. Un agujero o un borde o halo negro en nuestro campo de visión nos llenaría de inquietud inmediatamente; temeríamos por la salud de nuestros órganos visuales o de las áreas cerebrales asociadas al procesamiento visual y nos sentiríamos amenazados. Del mismo modo, la excesiva y literal consciencia de lo impercibido, de lo oculto, nos acercaría a estados de paranoia, delirio, incertidumbre extrema y paralizante.

Ocurre de manera similar con el saber. La consciencia del no-saber sobre una cosa implica ya saber algo sobre la cosa (por lo menos, que existe): no puedo reconocer mi desconocimiento al respecto hasta que algo o alguien me lo señala, del mismo modo que no me pregunté —y después confeccioné imaginativamente— por el borde del cuello de la prenda que vestía la última persona que conocí. La ignorancia total, entonces, es incompatible con la conciencia de ella. Por eso, quien es verdaderamente ignorante es desconocedor de su propia ignorancia: su conocimiento se le presenta ya desbordado (recordemos: sin bordes ni lagunas).

Las lagunas, tanto las perceptivas como las cognoscitivas, no se presentan ante nosotros, sino que las detectamos proponiéndonos encontrarlas. Esto requiere una cierta disconformidad con lo que hay, con lo que se presenta con aire candoroso ante nosotros en su ilusión de transparencia. Lo que percibo no es todo lo que hay, tengo que decirme. Este mundo que se presenta ante mí desbordado posee en realidad textura, capas, recovecos.

En la superficie texturizada, protuberancias y concavidades se proyectan unos sobre otros con los juegos de luz, sombra y color, modificando sus apariencias conforme al ángulo de visión. Mi conocimiento sobre dicha superficie aumenta conforme me aproximo a ella desde múltiples ángulos y modos: me muevo, modifico mi punto de vista, la recorro con mis dedos.

No obstante, lo que se presenta ordinariamente ante mí no es superficie, sino mundo, y no está ante mí en realidad. En sentido estricto, ni siquiera me rodea (no es una superficie erigida sobre un perímetro circular en cuyo centro infinitesimal, inextenso, me encuentro yo), sino que me atraviesa, me hallo inmersa en él. No puedo quedarme quieta en ese centro imaginario, como contemplando un mundo proyectado sobre paredes que me encierran; he de salir al encuentro del mundo.

He de salir al encuentro de este mundo texturizado y, si quiero comprenderlo, recorrerlo con mis dedos, inmiscuirme en sus redes. Mi percepción se presenta desbordada, hemos dicho, por tanto no hay límites de ella que pueda ensanchar. Pero lo que no puedo ganar en amplitud de mira, puedo ganarlo en riqueza de mira, recordando el carácter aparente de la transparencia y buscando conscientemente aprehender las texturas, capas y recovecos. (Lo que hay más allá de lo visible no reside en otro ámbito, trascendente, de la realidad, sino que está en el mundo mismo).

A las cosas del mundo hay que atenderlas para conocerlas. La atención es el primer paso para el saber. Cuando abriste los ojos, fue atender a la existencia del árbol lo que te permitió ser consciente de que lo que se presentaba ante ti no lo era todo; solo así podías hacerte consciente de que el árbol no te era transparente, sino que tenía texturas, capas y recovecos, es decir, que no era todo lo que había.

Pero esta no es una empresa solitaria. Podrías moverte alrededor del árbol y conocer más sobre él, pero llegado cierto punto se agotarían tus puntos de vista posibles. Sin embargo, si una estudiosa de la botánica te acompañase, te indicaría otros elementos del árbol; en otras palabras, estaría orientando tu atención en direcciones y modalidades nuevas. Si una lugareña, una agricultura, una persona que viera esa especie de árbol por primera vez en su vida... te acompañaran, cada una de ellas guiaría tu atención a aspectos nuevos y tu mirada se enriquecería ulteriormente.

El mundo no nos es transparente y no puede sérnoslo; de hecho, podría decirse que la visión total y la ceguera absoluta coinciden. Solo rugosamente puede ser algo para nosotros y ser nosotros algo en él. No obstante, se nos presenta como si fuera transparente porque —y no es una paradoja ni una tautología— percibir bordes y lagunas supondría... percibir los bordes y lagunas mismos, autoanulando esta operación de percepción.

Con todo, la transparencia no se nos presenta como absoluta: hubo un tiempo de nuestra vida, el que menos recordamos, en que nuestro mundo estaba repleto de elementos desconocidos. Incluso la más conformista de las personas guarda el recuerdo del descubrimiento, de la sorpresa, del desconcierto, de la inquietud: todo lo que hoy es familiar fue fuente de miedo o maravilla el día en que lo encontró por primera vez. No podemos recordar lo que era el mundo antes de ser como es ahora para nosotros, porque los bordes y lagunas, volvemos aquí de nuevo, por definición, no pueden ser percibidos. Pero conservamos la huella de las sensaciones del encuentro.

Aun desbordada en su mirar, nuestra mirada contiene, latente, el susurro reminiscente de la duda, y solo necesita el toque de la atención para hincar sus dedos en el mundo y palparlo a tientas inundándose de matices. No existe una "completitud real" más allá de la "completitud aparente" de lo que se presenta ante nosotros: solo un infinito caleidoscopio de miradas posibles hacia este mundo poliédrico y repleto de texturas que también somos nosotros.

Lecturas

  • Routledge Philosophy GuideBook to Merleau-Ponty and Phenomenology of Perception, Komarine Romdenh-Romluc.
  • The Perception of the Environment, Tim Ingold.
  • The Absent Body, Drew Leder.
  • Un mundo común, Marina Garcés.

Addenda del 12 de junio de 2024

Solo podemos habitar un mundo rugoso. Dice Wittgenstein:

Nos hemos adentrado en el hielo resbaladizo, en donde falta la fricción, por lo que las condiciones son en cierto sentido ideales, pero por eso mismo tampoco podemos andar. Si queremos andar, entonces necesitamos la fricción. ¡Vuelta al áspero suelo!

  • Wittgenstein, Investigaciones filosóficas, 107.
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