🌸Raquel de Abril🌸 (@janadelbosco)

Lugares del cuerpo

Hablamos habitualmente de partes del cuerpo. Sería más apropiado hablar de lugares.

Los lugares no tienen propiamente fronteras, tan solo horizontes. Hay unos “más aquí” y otros “más allí”, pero nada está propiamente separado1. Así es también para los cuerpos vivos.

El cuerpo vivo no es descomponible como en los libros de anatomía, que dejan el cuerpo reducido a una cosa y por tanto preparado para ser expuesto y vendido. En nuestra cultura, esta segmentación deja también al cuerpo pornificable (es decir, listo para ser descompuesto con el fin de ser utilizado como objeto sexual separado del ser completo, humano e individual que el cuerpo vivo entero es), especialmente en el caso de nuestros cuerpos de mujer.

El cuerpo es más bien como la superficie de la Tierra, como los continentes: cualquier frontera, incluso las “naturales” (ríos, mares, montañas) son puro artificio. Esos “mapas políticos” llenos de fronteras que estudiábamos en la escuela son un producto histórico recientísimo, hijo del moderno Estado-nación y de los criminales procesos de colonización del último par de siglos. Cada una de esas fronteras se erige hoy sobre una herida que no deja de supurar.

Esa geografía moderna manchada de sangre, y más aún la minuciosísima geografía satelital, están ambas vinculadas al surgimiento y expansión de la idea de propiedad de la tierra y de control sobre la población: la delimitación de la tierra es tan necesaria porque los señores deben conocer al detalle hasta qué grano de arena se extienden sus dominios, hasta dónde pueden imponer su voluntad, sobre qué vidas tienen que ejercer su señorío, hasta qué metro del mar pueden explotar, sin que otro señor les amenace con una guerra. El análogo troceo del cuerpo, ya dije, es parejo a su reducción a mercancía.

Por el contrario, las geografías humanas son plásticas, en movimiento. Cada región es inseparable de las demás y tiene una delimitación difusa, vinculada a cómo es vivida por sus pobladores. Cuando miramos al mundo no vemos fronteras, sino horizontes que se mueven en acompañamiento al movimiento de nuestra mirada.

Así, cuando amo unos mechones de pelo, unas manos o un pecho, no los amo como partes de un cuerpo, sino como lugares de una persona. No los amo como partes descomponibles del resto –la sola idea resulta grotesca–, sino solo en tanto enfoco la mirada (o la caricia) momentáneamente aquí y el resto se oculta momentáneamente en los límites difusos del horizonte de mi mirada. Pero todo ese resto está ahí, y yo lo sé: solo por su conexión con todos los demás lugares es identificable y designable este lugar que ahora miro (o acaricio).

Igual que la orilla en que me baño es orilla solo porque más allí está el océano, este cabello, esta mano o este pecho, es porque es región de ti. Miro en un lugar de ti y acurruco mi atención en él igual que no puedo evitar estar en un lugar del mundo y no en todos los demás a la vez, pero siempre consciente a la vez de que estoy en el mundo (sin el que este lugar no tendría sentido alguno), no en un círculo rodeado de bordes que flota suspendido a la deriva; siempre consciente de que te miro a ti, en tu inalienable singularidad.

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