Dedicado a todos mis “enamoramientos”, tanto a los que caen bajo lo romántico como a los que no.
El enamoramiento es una de las experiencias más tematizadas en las distintas formas de producción artística de nuestra cultura: cantado por los poetas, interpretado por los actores, representado por pintores y escultores, profusamente narrado por los escritores… Se dibuja así como una experiencia universal y a la vez extraordinaria, excepcional por su poder de agitar una psique, de sacudir un cuerpo. Es entonces también un gran objeto de anhelo en nuestra cultura: deseamos experimentar todas esas cosas que poetas, actores, pintores, escultores y escritores han representado tan bellamente a lo largo de los siglos.
Lo que me propongo a lo largo del presente texto es hacer un análisis crítico del enamoramiento romántico, identificando los elementos con que lo caracterizamos en nuestra cultura, señalando sus implicaciones y proponiéndome desafiar algunas presunciones comúnmente aceptadas, para abrir una vía alternativa para experimentar y conceptualizar el enamoramiento que supere su confinamiento a los marcos monógamos y amatonormativos (en los próximos párrafos definiré estos conceptos). Para ello, me serviré de perspectivas provenientes tanto de la antropología social y cultural como de la crítica a la monogamia y al amor romántico a la que diversamente han contribuido el feminismo, el anarquismo, las comunidades LGBTI+ y de “no-monogamias éticas”.
Índice
Introducción
¿Qué solemos entender por enamoramiento? Comúnmente y a día de hoy, entendemos el enamoramiento como un estado emocional en el que se experimenta con una intensidad fulgurante y apasionada el deseo romántico por una persona, que nos lleva a una serie de patrones de pensamiento y de conducta como pensar constantemente en ella, querer verla con gran frecuencia, desear interactuar físicamente con ella (abrazarla, besarla, acariciarla…) y aspirar a construir con ella una relación de pareja (lo que comporta el intenso deseo de ser correspondido de forma equivalente y el miedo a no serlo y experimentar un rechazo).
Podemos sintetizar (sin pretensión de exhaustividad) así estos elementos con los que solemos caracterizar el estado del enamoramiento:
-
El enamoramiento es, como decía Ortega y Gasset1, un fenómeno en el que se produce una alteración de la atención, que se estrecha de forma “maniática” alrededor de la persona amada.
-
Si siento emociones intensas hacia una persona y un gran deseo de cercanía con ella (acompañada o no de deseo sexual), es que estoy enamorado. Y si estoy enamorado, debería sentir esa intensidad y ese deseo.
-
El enamoramiento culmina en la conformación de una relación de pareja. Si esto no ocurre, entonces se trata de un enamoramiento fracasado.
Amor romántico y privilegio de pareja
Así pues, la noción de enamoramiento no puede comprenderse sin la de amor romántico. Entendemos que existen múltiples tipos de amor y de relaciones amorosas; por ejemplo, queremos a padres, hermanos, primos, abuelos, amigos… de formas diversas. Pero no nos enamoramos de ellos. La posibilidad de enamorarse, tal y como la imaginamos, cabe solo ante un tipo de amor peculiar, justamente el amor romántico, aquel que se materializa a su vez en un tipo de relación particular: la pareja.
También caracterizamos a las relaciones de pareja con una serie de patrones de conducta, sentimiento y pensamiento, así como con unas determinadas expectativas sociales. Consideramos que tienen un carácter prioritario con respecto a otras relaciones (como las de amistad), en múltiples planos: a quien más veo es a mi pareja, con ella hablo todos los días, hago planes especiales con ella, nos hacemos detalles especiales, celebramos fechas señaladas, es la persona con quien tengo mi compromiso más fundamental y mi día a día viene marcado por los ritmos de nuestra relación, mientras a otras relaciones las amoldo a dichos ritmos (y si no caben en ellos, las abandono). Este es el privilegio de pareja que constituye la amatonormatividad2, es decir la visión normativa (tanto en el sentido de que es lo que consideramos “normal”, por ser lo más extendido, como en el sentido de que constituye una “norma”, aunque sea implícita) del amor.
He descrito este privilegio de pareja en términos de exclusividad social (el hecho de que mi pareja tenga, entre mis demás relaciones, un lugar central y exclusivo), pero con lo que todos estamos más familiarizados es con la exclusividad romántica y sexual que se atribuye a la relación de pareja: mi sentimiento (de amor romántico) y mi deseo sexual pertenecen a una sola persona y no puede ser de otra manera; el surgimiento de un sentimiento o deseo por cualquier otra persona es un tabú y debe ser reprimido porque amenaza la integridad de mi sentimiento o deseo por mi pareja. Es más, la veracidad de mis sentimientos y el deseo por mi pareja se afirman negando la posibilidad de enamorarme de otra persona, porque, a su vez, enamorarme de otra persona implica la negación del amor por mi pareja.
La monogamia como estructura social
Es importante tener presente que el privilegio de pareja y la amatonormatividad no me afectan solo a mí y al individuo del que me enamoro y con el que establezco una relación de pareja, sino que son una institución social, es decir, forman parte de y afectan al modo general de funcionar de la sociedad.
En todas las sociedades hay roles, patrones de relaciones, a través de los cuales se realizan las funciones de reproducir y mantener la vida, en un sentido muy amplio: desde la producción y distribución de los bienes, hasta la procreación, la educación, la atención a enfermos y ancianos, etc. Una de las instituciones que regulan el modo en que los individuos se relacionan y realizan estas actividades en sus comunidades es la del parentesco. En nuestra cultura occidental contemporánea, la institución de parentesco es la familia nuclear: una familia conformada por un padre, una madre y sus hijos. Es evidente, pues, que el punto de arranque de una familia nuclear es la pareja. Como cada familia es una unidad cerrada en sí misma y los hijos no pueden tener más que un máximo de dos figuras adultas de referencia legal y socialmente reconocidas, la pareja debe ser también cerrada, estable, exclusiva. Por eso hablamos de monogamia: el matrimonio de una persona con solo otra persona.
Esta institución ha sufrido en nuestra cultura importantes modificaciones a lo largo de los últimos dos siglos, como por ejemplo:
-
Con la aparición de la figura del divorcio ha derivado en una monogamia en serie: es posible tener más de una pareja, pero solo si es sucesivamente en el tiempo, con los rituales adecuados de ruptura y establecimiento de una nueva relación.
-
Gracias a los movimientos LGBTI+, se han ampliado los modelos de familia, admitiendo cada vez más (aunque no con una total aceptación social y con una constante amenaza de retroceso legal, por culpa de los sectores más reaccionarios de la sociedad) familias homoparentales. No obstante, la estructura sigue siendo la misma: uno o dos adultos de referencia que, compartiendo unidad habitacional (una misma vivienda) y siguiendo las convenciones amatonormativas que hemos descrito, forman una familia.
-
A partir de avances desde los márgenes, con fuentes muy diversas (comunidades LGBTI+, comunidades anarquistas, el ejemplo de pueblos no occidentales, aportaciones del feminismo, etc.), han ido apareciendo alternativas relacionales de tipo muy variado, pero no tienen reconocimiento legal y sufren un importante estigma social.
En esencia, la estructura monógama de nuestra sociedad se mantiene.
Es importante considerar que la monogamia no se reduce a la exclusividad romántica y sexual, en tanto es una estructura que conforma a nuestra sociedad y sistema legal. Esto significa que la crítica a la monogamia, tal y como aquí la estoy definiendo, no es una crítica contra los individuos que elijan relacionarse de manera exclusiva: no hay nada inherentemente liberador en relacionarse romántica y sexualmente con más de una persona, por tanto tampoco nada inherentemente opresivo en lo contrario.
Enamoramiento: ¿acto de rebeldía o más de lo mismo?
La faceta disruptiva del enamoramiento
Comencé este texto mencionando la persistente tematización del enamoramiento en las artes y las letras en nuestra cultura. Recojo ese hilo ahora para focalizar la atención sobre algunos tropos literarios alrededor del amor romántico o del enamoramiento.
Para empezar, es recurrente justamente la identificación entre amor romántico y enamoramiento. El estado en que más se representan los procesos amorosos es el inicial, el momento en que dos personas se conocen, sienten una intensa atracción la una por la otra y atraviesan una serie de dificultades, poseídas por una ilusión y una pasión sobrecogedoras, en el establecimiento de una nueva relación romántica. No sabemos demasiado sobre lo que ocurre después, más allá del y fueron felices y comieron perdices… Esto, de por sí, ya afecta mucho a nuestras expectativas y prácticas románticas. Por esta razón, me voy a referir en este apartado al mismo fenómeno con ambos términos (“amor” y “enamoramiento”) indistintamente, si bien ya se ha señalado y criticado desde varias fuentes la identificación entre ambos y los peligros que comporta3.
No obstante, yo me quería detener en particular en el tropo que considera el enamoramiento como una forma de locura, de ceguera o, en suma, de pérdida del juicio. El amor es ese flechazo lanzado por Cupido, ajenamente a la voluntad de su blanco: todos estamos indefensos ante la posibilidad súbita y espontánea, incontrolable, de experimentar un flechazo amoroso que, una vez que nos atraviesa, no podremos ignorar y por tanto someterá nuestra voluntad sacudiendo nuestras vidas. Mientras tanto, el ritmo de la existencia, que antes nos era tan cotidiana y familiar, sigue fluyendo pero ahora se siente extraño, ajeno, ilógico incluso… El enamorado llega tarde, se despista, descuida sus responsabilidades, olvida sus compromisos, porque nada de lo que el día a día pone ya ante sus ojos parece tan relevante, su destino actual ha quedado completamente entregado al objeto de su amor. Por otro lado, quienes le rodean y siguen inmersos en ese flujo cotidiano lo juzgan a él como “loco”, “ciego”, “irracional”. ¿Qué está ocurriendo?
Pareciera que el enamoramiento tiene su propia lógica, su propia razón, distinta e independiente de la razón ordinaria, por lo que, cuando aparece, impone un periodo de suspensión o quiebra de la razonabilidad. En otras palabras, el amor amenaza con desestabilizar el orden establecido y su lógica.
Uno de los ejemplos más representativos de esta faceta del amor, y también de los más aclamados en nuestras culturas occidentales, es el amor prohibido de Romeo y Julieta, un tópico por sí mismo. En él, el orden social instituido –en el que dos familias de clase alta están enfrentadas– es irremediablemente puesto entre paréntesis por el flechazo amoroso, que impone su propia lógica. ¿Y cuál es esta lógica? La lógica propia del enamoramiento es la consumación imperativa de la infatuación amorosa. El poder disruptivo del amor reside en ese imperativo, que tiene la fuerza de quebrar todas las convenciones con la legitimidad conferida por el Amor mismo. Por eso, el enamoramiento, que se presenta como una fuerza natural de poder arrasador y subversivo, se ha aparecido tantas veces como una amenaza contra el orden, un vector de desestabilización (y de ahí la fascinación “rebelde” que flota en el aura de lo amoroso), una locura capaz incluso de arrastrar hacia la enfermedad y la perdición.
La forma contemporánea de esta amenaza viene dada por la pérdida de productividad. En el capitalismo, los tiempos de la vida quedan subsumidos bajo los tiempos del capital, es decir, de la producción, del trabajo. El individuo responsable es el que trabaja y produce, es puntual y no altera las pautas de la cadena de producción con errores y distracciones que pudieran retrasar todo el mecanismo. El individuo enamorado, con el estrechamiento de su atención y con su entrada en el reino de la lógica amorosa, es una pieza del engranaje más proclive a cometer fallos y a hacer colapsar el circuito con su inconstancia y sus distracciones.
En la literatura, y, de la mano, en nuestro imaginario compartido, esta disrupción toma habitualmente la forma de la rebelión de los jóvenes (enamorados) contra los adultos. La “locura” del enamoramiento parece un “trastorno” propio de la adolescencia y la juventud, que desdeña el cinismo y el orden instituido por los adultos. Incluso cuando son personas adultas las que se enamoran, es habitual la asociación entre la euforia amorosa y una suerte de “rejuvenecimiento psíquico” que sacude la normalidad rutinaria del orden adulto.
La faceta conservadora del enamoramiento
¿Es entonces el enamoramiento una suerte de “condición rebelde”? ¿Es el enamoramiento una especie de germen revolucionario? Lo que quiero argumentar aquí es que no como tal, y la razón reside en la lógica misma del enamoramiento romántico así concebido y que queda perfectamente retratada en la fórmula “y fueron felices y comieron perdices”. La disrupción amorosa que he descrito no es, en realidad, rechazada de pleno por nuestra sociedad; todo lo contrario, dentro de unos límites, es tolerada y promocionada. Veamos por qué.
El imperativo de consumación de la infatuación amorosa, en esta concepción, tiene solo tres desenlaces posibles:
-
No hay consumación → es un enamoramiento desdichado, un desamor.
-
Hay consumación, pero tras ella, el ardor amoroso se apaga y no fructifica en una relación de pareja → era un falso enamoramiento, sin robustez ni trasfondo, mero deseo.
-
Hay consumación que deriva en la institución de una nueva relación de pareja → es un amor verdadero.
Este amor verdadero, representante del enamoramiento victorioso, no solo es tolerado, sino que es celebrado, precisamente gracias a su función estabilizadora: la razón sin-razón del enamoramiento desemboca en la reproducción del orden social al resolverse en la institución social del matrimonio (o, más genéricamente, de la pareja), en la que se fundamenta la familia, una de las principales instituciones garantes de la continuidad del sistema.
El enamoramiento como rito de paso
Max Gluckman fue un antropólogo británico (de la llamada Escuela de Manchester) que a mediados del siglo pasado elaboró, a partir de su experiencia de campo en las colonias británicas en África, una teoría social de la relación entre cambio y continuidad, conflicto y equilibrio social4.
En primer lugar, constató que el conflicto es inherente a la sociedad, en tanto esta es compleja y los individuos están sujetos a lealtades diversas, a menudo contradictorias entre sí. Lo remarcable de la aportación de Gluckman es que señaló que, si bien a nivel “micro” dichas contradicciones desembocan en conflictos, desde un punto de vista “macro” (en intervalos largos de tiempo y desde la perspectiva de la sociedad tomada de forma amplia) estos conflictos a menudo tienen el efecto de establecer el orden:
Los conflictos son parte de la vida social y las costumbres aparecen para exacerbar estos conflictos: pero al hacerlo, las costumbres también impiden que estos conflictos destruyan el orden social más amplio.
En particular, Gluckman se detuvo sobre lo que llamó “rituales de rebelión” o rituales de inversión social, aquellos ritos en los que las personas ubicadas en los escalones más bajos de la sociedad asumen el rol de aquellos que se encuentran en las posiciones privilegiadas. Esta “inversión de la realidad” es una forma de protesta en contra del orden establecido y tiene un poder subversivo en cuanto que los desposeídos ocupan el lugar de los poderosos, pero, a la vez, tiene un efecto final de preservar dicho orden y, por tanto…
… su protesta contra el orden establecido recibe una licencia y es incluso incentivada. Este incentivo debe ser explicado por alguna teoría que muestre que los rituales son socialmente valiosos.
Una “sacudida” del orden social de este tipo es solo aparente en tanto el cambio que se está produciendo en realidad es repetitivo o situacional, de tal modo que tiene, en realidad, un claro efecto de continuidad de la realidad solo temporal y “ritualmente” invertida.
Si retomamos mi análisis previo sobre la faceta disruptiva del enamoramiento, encontramos características similares a las del “rito de rebelión”, sobre todo si consideramos la asociación entre enamoramiento y juventud: la lógica propia del enamoramiento parece investir a los enamorados de un poder y de una legitimidad superiores al poder y legitimidad ordinarios, que están en manos de los adultos y de las convenciones sociales que ellos imponen (recuérdese, nuevamente, la trama de Romeo y Julieta). No obstante, las personas se enamoran todos los días y el mundo sigue girando, incluso las propias de las vidas de los enamorados vuelven a girar en la misma rueda al cabo del tiempo. ¿Qué es lo que ocurre?
Debido a esta doble tensión, disruptivo-conservadora, del enamoramiento tal y como lo he descrito, creo posible afirmar que el enamoramiento en nuestra cultura tiene la función de un rito de paso. La descripción del “ritual de rebelión”, que en el análisis de Gluckman contiene componentes espirituales tal y como él los observa en África, no es tan distinta de los muchos “rituales” laicos omnipresentes en nuestra cultura.
Los ritos de paso son prácticas que siguen una forma pautada y que tienen por finalidad preparar y marcar el paso de uno o varios individuos desde un estado existencial que es a la vez un rol social a otro. Uno de los tipos de ritos de paso más habituales son aquellos que marcan el tránsito de la adolescencia o juventud a la vida adulta. En mi opinión, el enamoramiento, tal y como es concebido en nuestra cultura, en particular por su presunta finalidad inherente de desembocar en la institución de una relación de pareja, tiene las características propias de un rito de paso que es también un rito de rebelión: los enamorados, con su amor, se rebelan heroicamente contra el orden establecido, atraviesan un periodo suspendido en el tiempo –regido por normas morales, estéticas y casi “físicas” (una alteración de la forma de experimentar el tiempo, la distancia, el cuerpo, etc.,) distintas y a menudo en conflicto con las normas ordinarias–, pero, con su constituirse en una relación de pareja, ingresan finalmente en el mundo de los adultos, lo que significa que lo aceptan y entran a participar activamente en él. Este ingreso en el mundo de los adultos viene dado por la autoridad que confiere el mero hecho de estar ya a las puertas de ser “cabezas de familia” de pleno derecho, representado por la asistencia en pareja a eventos familiares y, más significativamente, con ritos de paso explícitos como el matrimonio o la conformación de una unidad habitacional y económica (irse a vivir juntos y compartir las “responsabilidades de los adultos”).
Cada enamoramiento que sigue los cauces que he descrito sacude las existencias individuales durante un determinado periodo de tiempo pero solo para posteriormente normalizarlas (ver próximo epígrafe) y renovar y reproducir todo el sistema. Decía Gluckman que…
… esas rebeliones rituales se llevan a cabo dentro de un sistema tradicional establecido y sagrado, dentro del cual la particular distribución del poder está en disputa, pero no así la estructura del sistema misma, por lo que permite una protesta institucionalizada y de maneras muy complejas renueva la unidad del sistema.
Se explica así el desdén que los enamorados sienten hacia todas las demás personas que no participan de su entusiasmo (a menudo simbolizados en la literatura por los adultos) y, a su vez, el desdén que los adultos expresan hacia los enamorados, los adolescentes, en suma, los “locos”. Un desdén este último, que, sin embargo, no deja de coexistir con la idealización y la nostalgia: pareciera que aquellos que un día fueron enamorados no pueden evitar desdeñar o añorar aquel pasaje de sus vidas, aquella apertura excepcional a lo extraordinario que, se supone, solo los enamorados pueden experimentar.
La normalización del enamoramiento
He definido más arriba la normatividad con un doble sentido: lo que consideramos “normal”, por ser lo más extendido, y lo que constituye una “norma”, aunque sea implícita. A lo largo de todo este ensayo hasta aquí, mi intención era describir la experiencia del enamoramiento tal y como tendemos a entenderla en nuestra cultura, así como señalar su papel en el entramado de nuestras instituciones. Al evidenciar su papel conservador en tanto rito de paso, he mostrado cómo el enamoramiento es productor de normalidad social, en el sentido que he vuelto a recoger en este párrafo.
Lo que me gustaría ahora es analizar el modo en que la experiencia del enamoramiento es naturalizada (es decir, se consideran dadas, “naturales”, y por tanto inmutables, características que en realidad responden a factores socioculturales), o lo que es lo mismo, cómo la propia experiencia del enamoramiento es objeto de procesos de normalización o normativización, estandarizándola, estrechando sus horizontes y dictaminando qué es lo que corresponde sentir y hacer cuando tiene lugar.
El estudio psicológico del enamoramiento
Sobre el amor se han escrito cosas prácticamente desde que las letras existen, sobre todo desde el punto de vista de la literatura. No obstante, el amor ha sido objeto de teorización también desde muy temprano. En la tradición occidental de pensamiento, que se corresponde fundamentalmente con la filosofía, tenemos el fundacional Banquete de Platón, donde, muy resumidamente, el amor se define como deseo de aquello que no se posee.
En los últimos dos siglos, con la explosión de las ciencias modernas, si bien no se ha dejado de escribir sobre el amor desde un punto de vista filosófico (ya he citado antes, sin ir más lejos, a Ortega), el enamoramiento ha sido objeto de investigación desde el punto de vista de la “ciencia de la psique” y sus distintas ramificaciones (análisis de conducta, neurociencia, psicología cognitiva, etc.). No pretendo ni de lejos trazar un recorrido por los resultados y planteamientos que desde estas ópticas se han realizado, pero sí quiero incidir sobre cómo se ha venido operando una biologización del enamoramiento. Es decir, desde un discurso pretendidamente científico (y por tanto con pretensiones de universalidad, objetividad y neutralidad) se han esencializado o naturalizado ciertas características del enamoramiento arraigándolas en una supuesta biología innata, espontánea, universal, estable en el tiempo.
Esta biologización, como todas las operaciones de naturalización, supone una manera de imponer una normatividad que funciona al modo de una profecía autocumplida: se te inculca qué es lo que cabe esperar de una experiencia como el enamoramiento y, una vez tiene lugar, tu experiencia sirve para confirmar la posición que desde el inicio se había presupuesto. No obstante, si tu experiencia no se corresponde con ese marco, sufrirás una serie de consecuencias “correctivas”: formas más o menos explícitas, más o menos violentas, de reconducirte a la norma o simplemente penalizarte por no seguirla. No me voy a ocupar de esto en este ensayo, pero se encontrarán numerosos ejemplos de esto en las experiencias de personas asexuales (que no se adecúan al factor de “deseo sexual” en la visión normativa del enamoramiento romántico), arrománticas (que, directamente, no experimentan atracción romántica), que se relacionan de forma no monógama o que, sencillamente, atraviesan dudas o vivencias que no encajan en este marco dado.
La limerencia o el enamoramiento naturalizado
El caso que quiero exponer como ejemplo es el del ya tan sonado concepto de “limerencia”, propuesto por la psicóloga Dorothy Tennov a finales de los años 705, con el que pretendía describir lo que comúnmente llamamos “estar enamorado” a partir de la información recogida mediante entrevistas y encuestas, que contrasta además con numerosos ejemplos literarios.
Al estado de limerencia le atribuye una serie de emociones, conductas, pensamientos y disposiciones físicas, tales como:
-
Pensamientos intrusivos sobre el objeto de deseo apasionado (al que llama “objeto limerente”).
-
Agudo anhelo de reciprocidad.
-
Intensa necesidad de exclusividad.
-
Dependencia del propio estado de ánimo con respecto a las acciones del objeto limerente.
-
Incapacidad de reaccionar “limerentemente” hacia más de una persona a la vez.
-
Miedo al rechazo y timidez a veces incapacitante y siempre inquietante.
-
Intensificación a través de la adversidad.
-
Sensibilidad aguda hacia cualquier acto, pensamiento o condición que pueda ser interpretado favorablemente.
-
Dolor en el “corazón” (en la región del pecho) cuando la incertidumbre es fuerte.
-
Sensación de “flotar” cuando la reciprocidad parece evidente.
-
Intensidad general en el sentimiento que deja en otro plano otras preocupaciones.
-
Habilidad notable de enfatizar lo que es admirable en el objeto limerente y de evitar detenerse sobre lo negativo.
-
Desarrollo de un estado sostenido de alerta y de un fondo de energía desplegado hacia la consecución del objetivo de la limerencia.
Y, si bien reconoce que puede desembocar en algunas consecuencias negativas, su descripción parece fundamentalmente positiva: la limerencia comporta una búsqueda de automejora, motiva al aprendizaje (con respecto a los intereses del objeto limerente) y, en general, es una experiencia gozosa.
Si esta fuera una mera descripción, podría ser tomada como un valioso material para el análisis. El problema es que la autora simplemente da por sentados sus resultados y, muy significativamente, en el prólogo habla de la limerencia como un…
… aspecto de la naturaleza humana básica, significativo para la reproducción humana, la concepción, el cuidado de los niños, la familia, la productividad, e incluso para las decisiones que determinan la historia de la humanidad.
Lo esencialmente problemático de esta aseveración queda reflejado en el hecho de que la autora dedique una sección entera a “La limerencia y la biología”, donde afirma que los “síntomas” de la limerencia son ubicuos, comunes, y que por tanto podrían tener una raíz genética y vinculada al éxito evolutivo, entre otras cosas por cómo su “resultado consistente” es el emparejamiento y la formación de una familia.
En otras palabras, –cierto tipo de– experiencias observables son recogidas y dadas por naturales e incluso se las hace originar en una base biológica, genética. Si bien han pasado ya más de cuatro décadas de la publicación original (solo 24 años de la segunda edición) no solo el concepto de limerencia, sino la noción general del enamoramiento como un estado “fisiológico” que naturalmente nos dispone al emparejamiento a través de una serie muy precisa de rituales y tropos comunes, esta forma de pensar el enamoramiento romántico forma parte del sentido común: el enamoramiento es así y es por causa natural, por lo que tampoco puede ser de otro modo. ¿O sí?
Enamoramiento naturalizado y monogamia en serie
“Casualmente”, la descripción naturalizada del enamoramiento, ejemplificada en el concepto de limerencia, encaja muy bien con las expectativas de la monogamia en serie que he descrito más arriba. Aparte del deseo sexual y romántico (que se dan por sentado y son prácticamente la esencia de la definición del enamoramiento romántico), en particular quiero señalar tres elementos que resumen la lista de “síntomas” del epígrafe anterior y que tienen una clara correspondencia con las exigencias de la institución de la pareja monógama y la familia nuclear (que, huelga decir, no son en absoluto instituciones universales ni se explican por un supuesto origen biológico):
-
El exclusivismo: la euforia del enamoramiento se dirige a un solo objeto, en un patrón de pensamientos y conductas casi “maniáticos” u “obsesivos”, y a su vez anhela una reciprocidad equivalente, ser también el objeto único de la “obsesión” del otro. En consecuencia, tenemos los celos. Esto es justamente lo que demandan la pareja monógama (una fidelidad exclusiva y también excluyente, en tanto veta la presencia de ningún tercero) y la familia nuclear: una modalidad de convivencia y de crianza que no admite a más de dos personas adultas.
-
El imperativo de resolución en una relación de pareja, que comportará con el paso del tiempo la convivencia y, eventualmente, la formación de una familia. Aquí no tengo ni que explicar cómo la descripción del enamoramiento cuadra perfectamente con las expectativas sociales. En consecuencia, tenemos el anhelo de reciprocidad equivalente (la sensación del enamorado de que lo único que podría satisfacerlo es una relación de pareja y cualquier “rechazo” en este plano es vivido como un rechazo de carácter absoluto): el enamorado, en esta óptica, no simplemente ama a su amado/a, ni se contenta ni siquiera con tener su afecto, porque el enamoramiento solo es exitoso si se consuma en una relación de pareja; todo lo demás es indeseable o, a lo sumo, un “premio de consolación”, a causa del tercer elemento:
- La excepcionalidad de lo romántico: la euforia experimentada en el enamoramiento se describe como una vivencia excepcional, un conjunto de emociones cuya intensidad y capacidad para marcar la existencia no tienen parangón y no puede ser transpuesto a ningún otro tipo de relación. Nuevamente, el paralelismo con la estructura de nuestra sociedad es claro: la familia nuclear se considera la unidad básica de relación social, se le confieren atributos como la durabilidad y estabilidad y, por tanto, la mayor legitimidad, valor y privilegio (la idea de que los “vínculos de sangre”, que son para siempre, frente a los demás vínculos, que siempre pueden romperse). En este marco, el excepcionalismo romántico sirve de justificación del privilegio de pareja, tan asociado al privilegio familiar, o lo que es lo mismo, de la primacía (la priorización sistemática) de la relación de pareja por encima de cualquier otra. De aquí se derivan el miedo al rechazo, la ansiedad y la idealización.
A consecuencia de todo esto, es como si se nos dijera: si sientes algo “excepcional” por una persona, debe, naturalmente, ser tu pareja, y vuestro vínculo debe tener una exclusividad y una primacía tal en las vidas de ambos que gobierne sobre la dinámica de todas vuestras demás relaciones (que ocupan un plano inferior desde el punto de vista de la atención, el afecto, etc.), de forma que os pongáis el uno en el centro de la vida de otro y esta sea el eje que estructure vuestras vidas. El problema es que si esto fuera tan “natural” y espontáneo, no sería necesario recalcarlo ni inculcárselo a nadie, igual que no hay que convencer a nadie de la naturalidad de respirar o de experimentar cansancio y dormir, y mucho menos sería necesario ponerlo bajo notario y/o establecer mecanismos de castigo, que van desde la exclusión o penalización social hasta la legal: la bigamia (casarse con una persona sin haber terminado un matrimonio legalmente reconocido anterior) es delito penal en España y la “infidelidad” es motivación legalmente reconocida para el divorcio.
Así, el enamoramiento es normalizado, se le naturalizan unas características que se esperan de toda persona que se declare enamorada y, a la vez, de quien experimente alguna de las sensaciones que quepan bajo el concepto de enamoramiento se esperará que se declare enamorado (o defina como enamoramiento lo que siente y, en consecuencia, se espera de él que se identifique con todos los demás elementos que se le han atribuido al enamoramiento y actúe en consonancia con ellos) o bien no se reconocerá ni validará su sentir, que no tiene cabida en ningún otro tipo de relación o sentimiento. A su vez, como vimos en el apartado anterior, el enamoramiento, así vivido, es normalizador, puesto que se le atribuyen características que legitiman la institución de la monogamia y es definido por su capacidad (que deseablemente ha de realizarse) de desembocar en una relación de pareja compatible con el modelo de la familia nuclear.
El enamoramiento más allá de lo romántico
Antes de continuar, quisiera puntualizar que en ningún momento en este ensayo, pese a mis consideraciones con respecto a la biologización del enamoramiento, he pretendido rechazar la idea de que la experiencia del enamoramiento exista fácticamente (en tanto las personas se identifican con ella) y ni mucho menos que existan unas vivencias marcadamente corpóreas en eso que llamamos enamorarse. Intentemos recoger, entonces, esos llamados “síntomas” que se despliegan en un plano que nos parece más reconociblemente físico:
-
Intensidad emotiva.
-
Sensibilidad sensorial.
-
Estado de alerta.
-
Presión o cosquilleo en el pecho (o en el estómago).
-
Aumento de “energía” (bajo la forma de mayor motivación, menor tiempo de sueño, etc.).
-
En un plano más cognitivo: alteraciones de la atención (distracción/hiperfocalización), pensamiento recurrente.
Lo primero que podemos plantearnos al enfrentarnos a esta lista es si aquellos elementos que respondan más bien a la experiencia de ansiedad (incertidumbre, timidez, miedo) son necesariamente inherentes a la experiencia del enamoramiento. Pero, más aún, y este es uno de los principales puntos a los que quiero llegar en este texto, cabe preguntarse: ¿son tan exclusivas estas sensaciones del enamoramiento romántico? Por sí solas, parecen representar estrictamente más bien un cuadro de euforia, sobre cuya causa cabe una amplia diversidad y, por tanto, ante el que cabe diversidad también con respecto a las pautas de comportamiento que de él pueden derivarse.
¿Euforia no romántica?
Dejando a un lado la euforia inducida por sustancias, considero de gran interés explorar las experiencias de carácter “eufórico” que se producen fuera del marco de lo romántico (lo que ahora voy a llamar estrictamente “enamoramiento romántico”), con un doble objetivo complementario:
-
Relativizar el presunto excepcionalismo romántico. Sin negar la existencia de un enamoramiento propiamente romántico, como experiencia distinguible de otro tipo de experiencias, desmitificar su carácter excepcional y superior al identificar elementos comunes con otras experiencias que pueden ser igual de remarcables, transformadoras y gozosas en la biografía de una persona.
-
Revalorizar otras experiencias emocionales que, al no caer bajo lo “romántico”, son excluidas.
Para ilustrar esto, quiero poner dos ejemplos que no son en absoluto ajenos o extraños en nuestra cultura.
El primero de ellos es la mística religiosa. Aquellos que nos hemos formado en la lengua hispana hemos estudiado todos seguramente a los grandes poetas místicos del Siglo de Oro español, hemos visto, aunque sea en una imagen digital, el Éxtasis de Santa Teresa de Bernini, y quizá incluso hemos leído la Noche oscura del alma de Juan de la Cruz:
En una noche oscura
con ansias en amores inflamada
¡oh dichosa ventura!
salí sin ser notada
estando ya mi casa sosegada,a oscuras y segura
por la secreta escala disfrazada,
¡oh dichosa ventura!
a oscuras y en celada
estando ya mi casa sosegada.En la noche dichosa
en secreto que nadie me veía
ni yo miraba cosa
sin otra luz y guía
sino la que en el corazón ardía.Aquesta me guiaba
más cierto que la luz del mediodía
adonde me esperaba
quien yo bien me sabía
en sitio donde nadie aparecía.¡Oh noche, que guiaste!
¡Oh noche amable más que la alborada!
¡Oh noche que juntaste
amado con amada,
amada en el amado transformada!En mi pecho florido,
que entero para él solo se guardaba
allí quedó dormido
y yo le regalaba
y el ventalle de cedros aire daba.El aire de la almena
cuando yo sus cabellos esparcía
con su mano serena
y en mi cuello hería
y todos mis sentidos suspendía.Quedéme y olvidéme
el rostro recliné sobre el amado;
cesó todo, y dejéme
dejando mi cuidado
entre las azucenas olvidado.
En ambos casos, tenemos que una experiencia de intensidad emotiva inabarcable se expresa en términos del enamoramiento romántico para lograr adecuar al lenguaje verbal disponible en el léxico que nuestra cultura nos ha legado lo que, de otro modo, no encuentra otro bagaje de imágenes (alegorías, metáforas, etc.) suficientemente satisfactorio.
A este tipo de experiencia de “enamoramiento de Dios”, que a buena parte de la población nos es, quizá, más bien ajena, me gustaría añadir otro ejemplo donde creo que asoma aún más claramente una grieta que nos permite pensar una euforia, un “enamoramiento”, de carácter no romántico. Me refiero a la recurrente descripción, en nuestra cultura, de la experiencia de encuentro de la madre biológica con su hijo recién nacido como una suerte de enamoramiento, un flechazo instantáneo que produciría en la madre un apego inmediato e incondicional hacia su criatura y cuyas características se asemejan tanto en algunos aspectos al enamoramiento romántico (excluyendo, por supuesto, el deseo de carácter sexual), que incluso tematizamos con toda normalidad los “celos” del padre.
La naturalización (y biologización, mediante explicaciones que reducen la causa del fenómeno a la “explosión de oxitocina” generada durante el parto) de este “flechazo maternal” ha sido abundantemente criticada por la teoría feminista, por múltiples razones que no puedo detallar aquí. Pero quiero señalar una de sus consecuencias: la reducción de la vivencia de esta experiencia a un factor biológico mecánicamente activado, aparte de suponer una carga de expectativas hacia la madre biológica, cierra nuestra imaginación a la posibilidad de que un “flechazo” semejante sea experimentado por otros adultos implicados en la crianza (el padre o la otra madre, en caso de que los haya, y otras figuras cuidadoras), dificultando por tanto que tenga lugar y, a su vez, en caso de que tenga lugar, cierra las posibilidades del lenguaje para comunicarlo y compartirlo.
En este sentido, me gustaría añadir un ejemplo biográfico, en tanto basta un solo caso para falsar esta presunción. Mi hermano pequeño nació cuando yo tenía seis años y era un niño profundamente deseado para mí, que desde los cuatro años llevaba pidiendo a mis padres que me dieran una hermana o hermano y, desde la noticia del embarazo, proyectaba la existencia de esa hermanita o hermanito, de quien yo me imaginaba incondicional cuidadora. Acudí al hospital horas después del parto y tengo un recuerdo muy vívido de la sala (de la distribución de los muebles, de su iluminación incluso) y, en particular, de la sensación ante el primer “vistazo” dirigido a mi hermano. Tuvo para mí todas las características de un “flechazo” en su sentido más visceral: no podía apartar la vista de él, sentía un embelesamiento jamás previamente experimentado, su cuerpecillo diminuto me parecía la visión más bella y fascinante jamás contemplada y me inspiraba intensas emociones de amor, apego, responsabilidad y cuidado. Durante sus primeros años de vida, mi hermano era objeto de mi atención cotidiana en casa, sentía intensamente dentro de mí un compromiso por amarlo y cuidarlo y era tema frecuente de mis conversaciones (hasta me sentía como en una cruzada de defender ante todo el mundo que mi hermano “es el niño más guapo del mundo”).
Evidentemente, no hay parto ni acontecimiento biológico alguno que, como en el caso de la legitimación del “enamoramiento” maternal, pueda explicar por una vía reductiva esta experiencia, que, al menos en mi vida particular, ha evidenciado de la manera más clara posible que existen experiencias de “enamoramiento” con carácter no romántico, o bien, si preferimos para evitar confusiones o la “mochila” de implicaciones de este término, que hay una base común, que se halla en una cierta “euforia”, a diferentes experiencias que no pueden reducirse al enamoramiento propiamente romántico y que muy bellamente nos recuerdan la amplitud y diversidad de las experiencias emotivas humanas posibles.
Límites del pensamiento romántico del enamoramiento
Recapitulemos lo tratado hasta aquí.
-
He introducido la noción de enamoramiento y la he definido preliminarmente en el contexto de nuestra cultura, vinculándolo a la monogamia en serie y la familia nuclear como instituciones centrales de nuestra sociedad que vertebran nuestra manera general de relacionarnos y de vivir, y que no pueden reducirse a una mera cuestión de preferencia individual de “estilo” de relacionarse.
-
A continuación, he profundizado en la descripción de nuestro modo de experimentar el enamoramiento como un acto de rebeldía, y he recurrido a conceptos tradicionales de la antropología cultural (como “rito de paso”) para arrojar luz sobre cómo el enamoramiento, tal y como lo representamos en nuestro imaginario compartido, cumple una función social conservadora en la reproducción de la figura de la pareja y en la formación de nuevas familias, y cómo, en ese sentido, aunque tenga elementos “disruptores” de la cotidianidad, es tolerado y promocionado, si bien en una tensión entre el desdén y la idealización nostálgica.
-
Por último, he analizado, con el caso de la teorización psicológica sobre la “limerencia”, cómo el enamoramiento es normativizado a través de una reducción biologicista, que refuerza, reproduce y legitima (asumiendo como “natural”) una serie de elementos asociados al enamoramiento que más bien tienen mucho que ver con nuestras instituciones sociales.
Señalar y denunciar los procesos de naturalización de fenómenos que, en realidad, se explican mejor desde un punto de vista social (o, al menos, incorporándolo en el análisis entre otros puntos de vista) es siempre un buen ejercicio para desafiar nuestra imaginación: si lo dado no agota todo el espacio de lo posible, entonces es que hay otras posibilidades. ¿Cuáles son? ¿Puede que algunas sean mejores, amplíen el ámbito de nuestra libertad? ¿Cómo nombrarlas?
En el epígrafe anterior, he puesto dos ejemplos de experiencias de arrebatamiento enamorado o, más genéricamente, de “euforia” sentimental, que se salen del marco del amor romántico y que, de todos modos, somos capaces de nombrar o, como mínimo, de reconocer, en nuestro imaginario cultural (si bien nos vemos casi “obligados” a emplear metáforas de lo romántico para expresarlas). Pero ¿qué ocurre con otras experiencias que, de facto y a contracorriente, de todos modos se dan?
La comunidad asexual y arromántica lleva, al menos, dos décadas6, junto con las comunidades de “no-monogamias éticas”7, así como desde los planteamientos de la anarquía relacional8, arrojando luz sobre prácticas relacionales y sentimentales alternativas (en el contexto occidental contemporáneo) y tratando de fundar un nuevo léxico que les dé voz. En plataformas online como la AsexualpediA se recogen voces tales como “arrobamiento”, “relación afectiva peculiar” (traduciendo del inglés “queerplatonic relationship”), “atracción sensual”… En los ámbitos no monógamos surgen términos como “metamores”, “compersión”, “NRE” (del inglés “New Relationship Energy”). Inseparablemente de las luchas de la comunidad LGBTI+, han sido cruciales conceptos como el de “familia elegida”, nuevos términos neutros como “neidres”/“adres” (frente a “padres” o “madres”), “significant other”… y tantos otros que me dejo por mencionar. Esto viene a dar una confirmación aún mayor de mi conclusión en el epígrafe precedente: el abanico de experiencias emocionales humano es realmente amplio y diverso e, indudablemente y además de forma fáctica, no cabe bajo el estrecho paradigma del amor romántico normativamente entendido.
Es realmente difícil experimentar vivencias que tu cultura ni siquiera considera posibles, puesto que se ponen muy lejos del campo de lo imaginable. Sin embargo, incluso así hay grietas y dichas experiencias se producen, pero es arduo comunicarlas, pues no están amparadas por el idioma, por el bagaje de imágenes, metáforas, lugares comunes que componen el lenguaje y el imaginario compartido. Tanto más aún cuesta reivindicarlas, defender su dignidad y valor: no son comprensibles, mucho menos admisibles, si no les hacemos un hueco en nuestro pensamiento y, a ser posible, también en nuestro cuerpo.
Algunas claves para repensar el enamoramiento
No pretendo proponer una noción sistemática del enamoramiento. Entre otras cosas, porque eso me pondría muy cerca de incurrir en el mismo deje normalizador, estandarizador, que he criticado a lo largo de estas páginas. Lo que sí me gustaría, a partir de estas constataciones –tanto de los límites de la idea naturalizada del enamoramiento romántico como del evidente desbordamiento de esa categoría que tiene lugar por la vía de los hechos– es esbozar algunas direcciones por las cuales puede ser desafiada la concepción normativa del enamoramiento, abriendo el camino tanto para vivirlo de forma alternativa en caso de que se presente como para dar voz a vivencias y sentires que no encuentran ahora mismo comunicabilidad ni valorización si no se expresan en términos románticos y/o se materializan en el desarrollo de una relación de pareja más bien normativa.
Las claves que presento son un esbozo, no tienen pretensión, como decía, de sistematicidad ni de exhaustividad, por tanto no están cerradas y son, antes que nada, un intento de síntesis de conclusiones de mis propias vivencias y de las lecciones, implícitas o explícitas, que me han llegado de las tantas personas que las han con-formado. Requeriría un ensayo entero por sí mismo explorar las posibilidades emancipatorias de estas líneas de dirección, así como la riqueza a la que dan lugar en el despliegue de la propia existencia, y, por tanto la deseabilidad y el beneficio de encaminarse por ellas. Así que, por lo pronto, procuraré nada más señalarlas y que el espíritu general de este texto constituya ya de por sí para el lector una invitación suficientemente sugerente.
Como se verá, algunas de estas claves se contraponen claramente a características que hemos visto que se consideran definitorias y naturalmente inherentes del enamoramiento. Siendo que en cualquier caso reconozco perfectamente la existencia (o al menos la necesidad de nombrar con una expresión particular) del enamoramiento propiamente romántico (y, en general, mi intención está lejos de querer negar la particularidad de cada afecto), voy a hablar en términos genéricos de la experiencia de euforia (que a veces llamaré indistintamente “enamoramiento”), cuya definición voy a tomar (traduciéndola yo misma) de la Enciclopedia Treccani9:
Sensación, real o ilusoria, de bienestar somático y psíquico que se traduce en un más vivaz fervor ideativo, mayor receptividad hacia los aspectos positivos o favorables del ambiente circundante y de los eventos, con tendencia a interpretaciones optimistas (…)
1. Diversidad de objetos posibles
La sensación de euforia puede tener una diversidad de objetos posibles, tanto en sentido cuantitativo como en sentido cualitativo. Sobre el punto de vista cuantitativo me detendré más en el siguiente punto, así que me centraré ahora en el cualitativo.
He propuesto en un epígrafe anterior varios ejemplos de “enamoramiento”, arrebatamiento o euforia que no son propiamente románticos: el “enamoramiento” maternal (que, con el ejemplo de mi vivencia personal, hemos visto que no se reduce literalmente a la figura de la madre biológica, sino que es una experiencia de apego, amor, ilusión y compromiso hacia una criatura recién nacida que, en principio, debería poder experimentar cualquier persona que se sienta sentimentalmente involucrada en su cuidado) y la mística religiosa.
Se podría decir que el arrebato de la mística religiosa no se dirige propiamente a una persona, en tanto normalmente está vinculado a un principio divino, ni siquiera siempre personificado. Efectivamente, quiero apuntar también hacia esta vía: quizá no haya una diferencia tan esencialmente marcada en las experiencias de arrebatamiento que se producen también, no hacia personas, sino hacia objetos o entidades abstractas como la “totalidad” (natural o divina). Dos ejemplos particularmente intensos de esto, muy queridos por los Románticos (y me refiero a los de principios del siglo XIX, claro): el “síndrome de Stendhal” y la experiencia de lo sublime.
El “síndrome de Stendhal”, así llamado por la descripción que el escritor francés dio de su estado de ánimo tras su visita a Florencia, se utiliza a día de hoy para describir el estado de perturbación que algunas personas sienten tras haberse expuesto a obras de arte consideradas extremadamente bellas. Comprende tanto alteraciones físicas (el propio Stendhal destacaba el aumento del pulso y la sensación de debilidad que experimentó), como psíquicas, que van desde una sensación de felicidad, exaltación o transcendencia hasta emociones de angustia, inferioridad y precariedad. Muy similar tanto por su intensidad como por la polaridad exaltación-inferioridad es la descripción que de la experiencia de lo sublime han aportado filósofos como Burke o Kant, y que además de ante una obra de arte se puede experimentar ante fenómenos grandiosos de la naturaleza.
Sin llegar a tales extremos, creo que es fácil identificar la posibilidad de “enamorarse”, sentirse eufórico e incluso vivir determinados “estrechamientos de la atención” con respecto a proyectos personales, aficiones o incluso experiencias de la colectividad, que no implican la fijación por una persona concreta, sino por determinados contextos comunitarios.
Parece inconcebible en nuestra cultura, también, alguna forma de “enamoramiento” no romántico en el ámbito de la amistad: sentimientos y apegos intensos (así como prácticas de cuidado, afectuosidad y atención cotidianos, convivencia, proyectos comunes, etc.) en una relación de amistad no parecen concebibles más que como un enamoramiento romántico que aún no ha sido reconocido y admitido. Hay aquí un importante vacío en el lenguaje y en la imaginación que rellenamos sistemáticamente con el pensamiento normativo de lo romántico.
He mencionado antes a la comunidad asexual y arromántica y su propuesta de algunos conceptos que describen experiencias que no son en absoluto exclusivas de las personas que se identifiquen con el espectro de la asexualidad y/o del arromanticismo. Dos de estos conceptos son10:
-
Arrobamiento: >“Enamoramiento” arromántico. El deseo de tener una fuerte relación sin romance ni sexo con alguien. Esta relación visualizada es a menudo más emocionalmente íntima que una típica amistad.
-
“Relación afectiva peculiar” (queerplatonic relationship): >Relación no romántica basada en un amor no romántico que en este caso es más fuerte que la amistad (…). El nivel de compromiso en estas relaciones suele ser considerado similar al de una relación romántica.
Ninguna de las experiencias que he descrito aquí (y muchas otras que no cabe enumerar) tiene, en mi opinión, una dignidad menor que el enamoramiento romántico. Todas ellas tienen una gran capacidad transformadora, de marcar una vida, todas ellas admiten un elevado nivel de intensidad emotiva y también pueden ser igualmente generadoras de bienestar y de lazos relevantes y enriquecedores.
2. Expansividad de la “energía extra”
He mencionado antes otro concepto: la NRE o New Relationship Energy, una expresión acuñada en contextos no monógamos para hacer referencia al “subidón emocional” que tiene lugar “cuando aparece alguien nuevo que nos estimula de manera muy potente”11. Este elemento de “energía extra” provocado por el estado de enamoramiento lo hemos visto descrito, con otras palabras, en el concepto de limerencia, y parece propio de la euforia más generalmente.
La asunción implícita –que es explícita en los espacios de discusión y talleres en comunidades no monógamas– que hacemos con respecto a este “superávit energético” propio del enamoramiento romántico es que tiene un carácter exclusivista. De la mano con el “estrechamiento de la atención”, se presupone que todo ese extra de energía, motivación, sensibilidad, etc., revierte solo en el objeto de enamoramiento, mientras que todo(s) lo(s) demás no solo no se ven “beneficiados” de ello, sino más bien lo contrario, experimentarán una pérdida en términos de cuidado y atención.
Ese fenómeno, o esa expectativa, responde a dos lógicas propias del amor romántico tal y como es normativamente concebido en nuestra cultura:
-
Por un lado, la idea, que ya he examinado, de que el enamoramiento abre un estado de suspensión de la razonabilidad cotidiana e impone la ley única del imperativo amoroso.
-
Por otro, la lógica de la escasez, que tan extensiva e intensivamente ha sido refutada desde las críticas radicales a la monogamia: tendemos a imaginar los sentimientos románticos como una cantidad limitada que, de tener más de un recipiente, habrá de ser repartida y por tanto a cada recipiente le tocará menos cantidad. Esto es decididamente falso y la prueba fáctica de ello está tanto en que es generalmente admitida por todos, por ejemplo, la posibilidad de querer a varios amigos o parientes sin que eso reste dignidad a ninguno de los sentimientos particulares, como en el propio hecho de que haya personas amando y relacionándose de forma alternativa.
Ambas lógicas se fundamentan en la visión excepcionalista de lo romántico, que es justamente lo que estoy tratando de criticar aquí. Una vez que se desmitifica la supuesta excepcionalidad de la experiencia romántica, no se justifica en ningún caso la suspensión de las responsabilidades y compromisos para con el resto de nuestros seres queridos. Por el contrario, si queremos tener relaciones y redes de relaciones ricas y llenas de vida, no solo tenemos la responsabilidad de atenderlas también mientras nos enamoramos (de otra persona, románticamente o no, de un proyecto…), sino que se halla mayor riqueza tanto para la red como para el nuevo vínculo si se toma esa “energía extra” y se distribuye, en vez de encerrarse en una burbuja de hiperfijación, que solo puede conducir, a la larga, al aislamiento y a la saturación.
3. Pluralidad de combinaciones de sentimiento y tipo de vínculo
Retomo una vez más uno de los hilos iniciales: el del enamoramiento como un estado en el que el deber más sagrado es el que responde a lo que he llamado el “imperativo de consumación de la infatuación amorosa”.
En Anarquía relacional, Juan Carlos Pérez Cortés recoge la imagen o alegoría de la escalera mecánica de las relaciones (formulada originalmente por Amy Gahran)12 para representar el modo en que se concibe en nuestra cultura el proceder normal entre dos personas que se identifican como enamoradas. En muy resumidas cuentas, la secuencia sería:
-
Primeros contactos.
-
Iniciación (instauración de un lenguaje y unos rituales románticos bajo el relato del enamoramiento y la implicación emocional).
-
Declaración (reconocimiento público de la relación bajo la presentación como “pareja”).
-
Establecimiento (ajuste de los estilos de vida en régimen permanente).
-
Compromiso.
-
Unión (convivencia, unidad económica, matrimonio).
-
Conclusión (ritual de unión).
Y esto es lo que se espera que ocurra, lo que guía los actos y define los derechos y obligaciones en cada momento de quien ha subido a esa escalera mecánica. Y la adhesión escrupulosa a esa secuencia es la medida del éxito de todo el proceso.
Tenemos aquí sintetizada una de las características atribuidas al enamoramiento romántico que he venido señalando: o se realiza de esta forma (se consuma), o es un enamoramiento falso o fracasado. Pero ¿por qué? ¿Es de veras esta la única posibilidad?
De nuevo, si descartamos la idea de la excepcionalidad de lo romántico y nos abrimos al rico abanico de experiencias emocionales y relacionales abiertos a la imaginación y a la práctica, se abren escenarios que desafían este planteamiento. Por ejemplo, si me enamoro románticamente, lo que puedo recibir por parte de la otra persona no es “todo” (que sienta exactamente lo mismo que yo y tenga la misma intención de “consumar” nuestra infatuación amorosa, conforme al modelo de la escalera mecánica) o “nada”: si el enamoramiento romántico no es el más digno o valioso de los sentires, no hay necesariamente un fracaso o desgracia en el hecho de que la persona a la que amo desee, por ejemplo, ser “solo” amigos, si en su concepto de la amistad caben un compromiso y un afecto que me haga sentir querida y cuidada, aunque no sea en un marco estrictamente romántico (y, complementariamente, puedo amarla y cuidarla desde ese lugar, que no tiene por qué ser menos digno para mí).
Pero, más allá de este caso, pienso que es posible y deseable cuestionar la automaticidad con la que nos “subimos” a la escalera y permanecemos en ella: asumimos que el enamoramiento recíproco detona, de forma automática, ese proceso de ascensión que tiene un lugar de culminación muy concreto y bien definido (donde cualquier proceso o detención es un problema inherentemente y, por tanto, es absolutamente indeseable). Creo posible, aun estando románticamente enamorado de forma correspondida, no subirse a la escalera o bien subirse pero “a pie”, habitando personalmente una escalera cuyo fin no es una cima concreta, sino que se parece más bien a la grada de un anfiteatro. Es decir, hablo de elegir conscientemente cada paso que se da, dedicando a cada escalón un tiempo conscientemente valorado, subiendo o bajando peldaños sin que ello comporte un aumento o disminución de la dignidad de la relación, sino simplemente un explorar distintos espacios y alturas juntos.
En general, las prácticas y los compromisos de una relación no deberían derivarse mecánicamente de un sentir –que, siendo intenso, no tiene por qué ser correspondientemente profundo o sólido–, sino de la consideración, dialogada por sus miembros, de múltiples cuestiones: sus sentimientos, sí, pero también sus disponibilidades, sus deseos, sus experiencias, sus dificultades, sus ritmos, sus valores, la forma particular de relacionarse de cada uno, etc. Nuevamente, la dignidad y valor de un sentimiento o de una relación no reside en su nivel de adecuación al estándar romántico. Y, por otro lado, los sentires y las relaciones son fluidas y cambiantes.
4. Razonabilidad del sentimiento
Muy de la mano con lo que propongo en la segunda clave está lo que quiero tratar aquí: la euforia que se pueda derivar de una experiencia de enamoramiento no tiene por qué suponer un conflicto con nuestros intereses ordinarios. Es decir, frente a la idea de que el enamoramiento romántico irrumpe como un rayo, de manera no solicitada, imponiendo una lógica propia que se opone a (y pone en suspensión) nuestros intereses y responsabilidades habituales, una vez que dejamos de dar por válida la idea del excepcionalismo de la experiencia romántica, no se sostiene la perspectiva de que exista un orden razonable interrumpido solamente por la “sinrazón” pasional.
Dejando al margen el hecho indiscutible de que nuestro día a día está, lamentablemente, dominado por unos tiempos gobernados por el Capital (los tiempos de la producción, del trabajo asalariado), que nos son impuestos (y por tanto nos son ajenos) y que no atienden a la vicisitudes y complejidades de la existencia (y mucho menos a los procesos sentimentales), es también un hecho que nuestro día a día está marcado también por nuestras lealtades y compromisos hacia otras personas (y entre ellas, personas queridas y escogidas) y hacia proyectos, de los que nos sentimos responsables. Esta constelación de responsabilidades, de motivos, de razones y de sentires no guarda en sí misma, inherentemente, contradicción alguna con la posibilidad de adquirir nuevos compromisos y desarrollar nuevos sentires; si acaso, los límites son de tipo material (tiempo y recursos limitados), pero no sentimental (como decíamos a propósito de la lógica de escasez).
La explosión “energética” de la experiencia de euforia puede producir, es cierto, una experiencia alterada de la temporalidad (ese “lento” pasar del tiempo por el cual los días parecen alargarse y se suceden muchos acontecimientos en un periodo reducido de tiempo) que puede derivarse en una sensación de urgencia. Esa sensación de urgencia es la misma que parece justificar el automatismo con el que se tiende a “subir a la escalera mecánica”. Sin embargo, si ponemos en cuestión la lógica de la escasez y todos sus corolarios (creer que el sentimiento es un bien escaso, pero también que es algo fugaz, que hay que consumir rápidamente, antes de que se esfume), ¿qué justificación real hay para dicha urgencia? Más generalmente: ¿qué justificación hay para considerar que no podemos conjugar un sentir intenso con la razonabilidad, entendida no como un cínico cálculo de medios y fines, sino como la posibilidad de modular conscientemente (“gestionar”, que solemos decir) nuestra actitud hacia dicho sentir y, en consecuencia, escoger las decisiones y prácticas que de él queremos derivar, tomando en consideración quienes somos y esa constelación o red de personas y proyectos en la que vivimos inmersos y que forman parte de nosotros?
Lo que sostengo va en la línea de desafiar el secular dualismo entre razón y sentimiento, que relega la razón al absoluto desapasionamiento y al sentimiento al ámbito de la más pura irracionalidad, transmitiendo en consecuencia la idea de que si razonamos un sentir, reducimos su pureza “espiritual”, su poder y dignidad, lo “manchamos” con la frialdad mundana del cálculo de los beneficios. Muy por el contrario, la razón, entendida como reflexión apasionada (es decir, como razón que se reconoce dentro del sentimiento, en vez de intentar sustraerse a él), permite cualificar, dar sustancia, fundamentar y –muy importante– dignificar mediante el gesto de la elección nuestro sentir, lejos de restarle valor y poder. Porque así el sentir deja de ser como una fuerza que irrumpe desde el exterior (y que por tanto es como ajena a nosotros y nos impone cosas que podrían estar en perfecta contradicción con las personas que somos, con nuestros valores, etc.) y se convierte en algo “nuestro”.
Un sentir intenso puede (y –en mi opinión–, deseablemente, debe) hacernos sentir interpelados hacia esta reflexión apasionada (o apasionamiento reflexivo), y que también debe ser siempre reflexión compartida, diálogo, para vivir nuestro sentir y relacionarnos de maneras que podamos sentir más auténticas, libres, más ricas. Solo así podemos amar desde la entereza de la persona que somos y hacia la entereza que la otra persona es, vivir sentires coherentes con nuestros valores y con la orientación general que queremos dar a nuestras vidas.
A modo de ¿cierre?
No creo posible hacer una conclusión de todo lo expuesto en estas páginas. No se trata de sustituir unas categorías normativas, cerradas y limitantes de la imaginación y de la práctica sentimental, por otras distintas pero que impondrán nuevas limitaciones. Como no quisiera que el cierre de este texto tuviese el aspecto de un “cierre” del tema, me limitaré a recoger, para enfatizarlos, algunos elementos de este ensayo que me parece conveniente enfatizar:
-
El enamoramiento romántico (como, por otra parte, cualquier otro sentir) no es un hecho meramente biológico, sino, como todo lo humano, una experiencia que emerge del entrelazamiento de nuestra “naturaleza cultural”. Por tanto, no existe una forma predeterminada, inscrita y fijada en nuestro código genético, de vivirlo.
-
El abanico de las experiencias humanas, de los sentires, de los modos de relacionarse… es tan amplio y rico que la mayoría de sus posibilidades se alejan incluso de lo que ahora mismo imaginamos y concebimos como posible. No cabe reducir este abanico a solo dos planos: todos los tipos de amor (fraterno, amistoso, p/materno, intelectual, etc.), de una cualidad menos “lustrosa”, por un lado, y el amor romántico, de cualidad excepcional y transcendente, por otro.
-
Esto no significa en absoluto que no esté justificado vivir o describir el enamoramiento romántico como una experiencia personal excepcional. Lo injustificado es negar, en los otros e incluso en uno mismo, la posibilidad de vivir otro tipo de experiencias y de relaciones con los otros a los que se les reconozca igualmente su valor, dignidad y riqueza.
Y es que, por la vía de los hechos, es innegable la existencia de “euforias”, “enamoramientos”, “amores” diversos, y dichas experiencias debemos reconocerlas, por consideración a quienes las viven, pero también por el inmenso enriquecimiento que podrían suponer para nosotros al extender ese ámbito de lo que imaginamos posible y experimentable en nuestras propias vidas.
Reconocer y vivir el valor de distintos sentimientos y relaciones –de amistad más o menos convencional, de amor fraterno, de compañerismo militante, de mentorazgo, de “amor por la humanidad”, de conexión con la naturaleza…–, que a menudo se han manifestado en mi pensamiento y en mi corporeidad con el fulgor deslumbrante de un relámpago, con la extraordinaria y sublime intensidad de una tormenta marina y con la capacidad de sacudir una vida entera de un huracán, jamás ha disminuido la dignidad de mi amar románticamente (ni de ningún otro de mis amares). Si acaso, lo ha hecho más especial, único e insustituible.
(Gracias por leerme).
-
Ortega y Gasset, Estudios sobre el amor. ↩
-
Elizabeth Brake, Minimizing Marriage, 2012. Ver también: www.elizabethbrake.com/amatonormativity ↩
-
Por ejemplo, Erich Fromm en El arte de amar: «El tercer error que lleva a suponer que no hay nada que aprender sobre el amor radica en la confusión entre la experiencia inicial del “enamorarse” y la situación permanente de estar enamorado […] Si dos personas que son desconocidas la una para la otra, como lo somos todos, dejan caer de pronto la barrera que las separa, y se sienten cercanas, se sienten uno, ese momento de unidad constituye uno de los más estimulantes y excitantes de la vida. […] Sin embargo, tal tipo de amor es, por su misma naturaleza, poco duradero». Por el contrario, «Amar a alguien no es meramente un sentimiento poderoso –es una decisión, es un juicio, es una promesa». ↩
-
Max Gluckman, Custom and Conflict in Africa (1955). Una síntesis de su teoría social puede leerse en: Lube Guizardi, M. (2012). Conflicto, equilibrio y cambio social en la obra de Max Gluckman. Papeles del CEIC, 88. Disponible en: https://addi.ehu.es/bitstream/handle/10810/41624/12465-45907-1-PB.pdf?sequence=1 Todas las citas de este epígrafe son de dicha obra de Gluckman y se pueden encontrar en el artículo de Lube Guizardi. ↩
-
Dorothy Tennov, Love and Limerence. The Experience og Being in Love, 1979. ↩
-
La Asexual Visibility and Education Network (AVEN) se fundó en 2001 y es autora y gestora de la “AsexualpediA”, disponible en castellano en: www.asexuality.org/wiki ↩
-
Hay muchos libros con respecto a este tema, siendo uno de los más conocidos Ética promiscua (1997, en su edición original) de Dossie Easton y Janet Hardy. Originalmente en castellano, disfruté mucho de Pensamiento monógamo, terror poliamoroso (2018) de Brigitte Vasallo. ↩
-
En castellano, me parece una obra de referencia Anarquía relacional. La revolución desde los vínculos (2020), de Juan Carlos Pérez Cortés. ↩
-
Disponible en: www.treccani.it/enciclopedia/euforia ↩
-
Estas definiciones se pueden encontrar en la AsexualpediA (ver nota 6). ↩
-
Las palabras las tomo de Juan Carlos Pérez Cortés (ver nota 8). ↩
-
En Anarquía relacional, p. 134, se cita como origen el artículo “Riding the Relationship Escalator, or Not?” en el blog www.solopoly.net, más tarde elaborado en el libro Stepping Off the Relationship Escalator: Uncommon Love and Life, publicado en 2017. ↩