Tendemos a pensar la sensibilidad como una facultad pasiva, y de hecho así lo ha hecho la propia historia de la filosofía occidental. Se ha entendido la sensibilidad como un mero recibir impresiones o sensaciones del mundo a través de los sentidos primarios. Desde esa óptica, una mayor o menor sensibilidad residiría en la mayor o menor “apertura”, de carácter biológico y constitutivo, de nuestros sentidos.
Sin embargo, cada vez pienso más (y con razones para hacerlo) que la sensibilidad es una facultad activa, que el sentir no simplemente nos llega, incontrolado y de forma inmediata, sino que dicha “apertura” se ejercita y se orienta. En otras palabras, la sensibilidad en un sentido amplio (englobando la sensibilidad moral, la emotividad...) se cultiva, se orienta, se desarrolla. No es solo una impresión que nos llega, es también una mirada (una escucha, un tender la mano...) que dirigimos.
Las consecuencias de este giro son importantes:
Para empezar, la concepción de la sensibilidad como pasiva está estrechamente vinculada al binomio sexista mujer-sensibilidad/hombre-razonabilidad, en tanto que a su vez se asocian a los valores de pasividad y actividad. La sensibilidad, desde este pensamiento histórico, no ha tenido “mérito” alguno ni apenas valor social y moral, de hecho se ha considerado frecuentemente una dimensión irracional o irrazonable de la experiencia humana. Hay otro binomio en juego, el de animal/humano, donde la sensibilidad estaría del lado de la animalidad, se correspondería con una dimensión muy básica (peyorativamente entendido) y biológico-corpórea de nuestro ser. Cuestionar esta concepción de la sensibilidad como pasiva supone cuestionar su asociación a la feminidad, a la animalidad y a la corporeidad entendida en un sentido reductivo y mecánico.
La sensibilidad como actividad:
Miro (dirijo la mirada, enfoco la vista), y así es como veo; y para mirar en primer lugar mi mirada ha tenido que estar interesada en mirar.
Me estremezco (me maravillo, me horrorizo...) por lo que veo, porque algo en mí lo considera digno de estremecimiento, y esa dignidad la reafirmo en mi estremecerme.
Estoy en el metro y hay decenas de caras y de voces, elijo desconectar de ellas y no atenderlas en su individualidad, porque me vería invadida de estímulos que no podría sobrellevar. O por el contrario mi escucha se detiene sobre la conversación de una niña y su madre...
Escucho las noticias y ardo de rabia o tiemblo de dolor, pero para ello he tenido que poner las noticias en primer lugar y considerar mis semejantes a esas personas lejanas y anónimas de las que se me habla... y, nuevamente, afirmo su semejanza y humanidad al sentir una apasionada solidaridad por ellos.